Siete con cuarenta y dos antes del meridiano. De un sobresalto, en mi casa, alguien me despierta con su grito.
Incendio en la cárcel de Quillota
escucho decir. Me despierto, me levanto y me informo mientras pienso y deseo que sean más que ochenta y tres los fallecidos, que por asfixia, calor, u otro motivo, cada uno, habría de producir un rito fúnebre en los días venideros. Que mueran en mayor cantidad y proporción que el 8 de diciembre de 2010 en el incendio de la cárcel de San Miguel, me digo. Ni la muerte de mil reos justifica medio minuto de descanso de un alma como la mía, pero estoy aquí, ahora, escribiendo estas líneas. Indago. Espero encontrar en la prensa una interminable lista de fallecidos confirmados; no la encuentro. Busco listas de desaparecidos; sigo sin resultados. No pierdo la esperanza de que fallezcan al menos el uno por ciento de los reos de la cárcel de manera de justificar mi inesperado y desagradable despertar. Podrían desaparecer todos ellos y, aún así, seguir existiendo, sin más, todos los componentes de cada una de sus familias. Sigo sin justificar mi abrupto despertar más que con la espontánea creación de estas líneas. Unas escritas sin tabúes, represiones, intereses o ambiciones más que el simple hecho de escribir.

En mentes limitadas y llenas de tabués, resentimientos, envidias, prejuicios, cánones sociales e insulsas reprimendas religiosas, en mentes que muy extrañamente han leído siquiera el manual de Carreño o algo de Marcela Paz, quizás esto cause estupor, rubor en la faz de más de uno. ¡Y ay del mí!, si no había menos que esperar. Debo ser el único que en este mundo desea no vivir siquiera cerca de una cárcel, que desea no llegar a conocer reo alguno en su vida o que, se avergonzaría de llegar a tener siquiera el más mínimo, vago y despreciable nexo social con uno de ellos.