Todos los años llega diciembre y con ello, inevitablemente, la navidad. Ese momento del año en que viene el viejito pascuero —el señor de cuerpo masivo que trae regalos—, la gente se reúne en familia y un sinfín de costumbres que varían de país en país se manifiestan de una manera que no logro del todo comprender.
Dicho esto, es cuestión de sentarse medio minuto para darse cuenta de la vorágine en la que los chilenos entran en esta época, dejándose llevar por ignorancia, si no por qué, en un tirabuzón sin fin que tiene entre tantas otras las siguientes componentes.
El árbol de pascua
¿Por qué la gente instala abetos artificiales con luces de colores y adornos tipo soft dentro de sus casas? Nadie sabe de dónde proviene la costumbre de armar un abeto sintético dentro de sus casas. Mucho menos saben que lo que tienen en su living-comedor es un abeto. De hecho, piensan que es un pino. En realidad, no distinguen un pino de un abeto. Pero lo arman. Y ahí está, colorido y tapizado en regalos que hacen porque hay que hacerlos, porque alguien les dijo que Melchor, Gaspar y Baltazar los habían hecho el día, y por motivo de, el-nacimiento-del-niño-jesús, o por la simple razón de que siempre los han hecho. El árbol de pascua es entonces una condición sine qua non de término de año. Y el pesebre, esa representación partaria de una mujer embarazada-por-obra-y-gracia-del-espíritu-santo que poco y nada se entiende al punto que he visto pesebres con dinosaurios de goma. Dinosaurios. De goma. Aunque pensándolo bien es igualmente improbable ver a un Tyrannosaurus Rex en un parto en una granero hace poco más de dos mil trece años que a una mujer parir por origen divino.
El viejito pascuero
Que este personaje esté inspirado en San Nicolás de Bari, quien naciera en 270 y muriera en 345, me hace pensar en las al menos quince generaciones de niños alrededor de mundo que vivieron sin la roja, barbuda y longeva imagen del señor de los regalos vía chimenea. Cuánta decepción y desesperanza debió haber existido el los imberbes de los primeros tres siglos de nuestra era. Un mundo sin viejo pascuero; sin Rodolfo. Un mundo sin regalos.
La figura del viejito pascuero es la expresión última del dominio del adulto, digamos padres, sobre el infante, los hijos. Un personaje a estas alturas de la cultura pop que nada aporta. Osea no, claro que aporta. Aporta con frustraciones para los niños y grandes responsabilidades y deudas para los padres. La idea era buena, pero las sociedades modernas no la supieron aprovechar.
A comer, a comer, que el mundo se va a acabar
El nivel de compras que se ve en estas fechas es sólo comparable al que podemos ver durante los desabastecimientos post terremoto. Lo que más se compra es comida: ¿las personas comen más en diciembre? ¿comen mucho menos el resto del año? No queda claro si la gente compra en un intento de mostrar un poder adquisitivo que no tiene —porque hasta la comida la compran con sus tarjetas de crédito con más cupo de lo que ganan en un año—, si es que lo hacen en un intento desesperado por comer productos de calidad relativamente aceptable aunque sea una vez al año, en la navidad, cuando están todos juntos, la familia en pleno, comprando todo el último día, a última hora, o si es que definitivamente los humanos requieren de más comida en el último mes del año. La señora compra kilos de filete cuando todo el año con buena suerte compró hamburguesas de doscientos pesos en el Santa Isabel —y no en el almacén de barrio de su vecina, allí las mismas cuestan trescientos—. El caballero en la fila del supermercado lleva un vino Undurraga que lo más probable es que nunca haya siquiera probado y que cuesta el triple de lo que cuesta el que toma frecuentemente. Pero no importa, en algo hay que gastarse el aguinaldo que acaba de ir a cobrar al Servipag. El señor que le sigue en la enorme cola, después de haber tomado Capel —a lo más Bauzá, pero nunca Alto del Carmen— todo el año, ahora compra un Mistral caja-negra-añejado-en-roble: no saben cuánto se le nota que no sabe lo que está comprando, ni siquiera sabe tomar la caja con una mano.
Los regalos
Hay que comprarlos. Por qué: ni idea, porque sí, porque es navidad, para quedar bien, por el qué dirán. Si no es por cumplir esa estupidez de hacerse pasar por viejito pascuero con los hijos, es por cumplir el canon social impuesto que aceptaste sin asco y desde tu ignorancia que no te permite ver lo ignorante que eres, pero del cual reniegas durante todo diciembre y en particular cada vez que toca pagar algunas de las cuotas de tu crédito con el que sigues pagando regalos de la navidad pasada. Comprar, comprar, comprar. ¿Cuántos regalos te faltan? es lo que todos se preguntan la semana anterior a que llegue navidad. Decenas de personas son capaces de esperar por horas la incierta apertura de un nuevo centro comercial con tal de tener un Furby, ese muñequito que aprende más de tu idioma en cuanto tú más le hablas y mejor trato le das. La gente compra, compra, compra y no para de comprar. Se suben a metros, micros, taxis y colectivos con bicicletas ingénuamente encubiertas en papel de regalo y con enormes bultos con cintitas de colores que arrastran por toda la tienda, la micro, el maletero del colectivo y media ciudad con tal de que lleguen a su abeto artificial. Hacen lo mismo con LCD’s y consolas de última generación compradas en La Polar, Hites o Corona con sus tarjetas-de-crédito-para-dueña-de-casa que operan a tasas de interés jamás vistas siquiera en Melmac y que ni con toda la ayuda de Alf y su familia —la de Alf— podrán pagar.
Ay de mí
La ignorancia destruye sociedades. Y si a una sociedad ya ignorante le sumamos una pobreza mal entendida y una iglesia católica sin rumbo, poco podemos esperar de quienes conforman desde la ignorancia dicha sociedad. Porque, al final del día, cómo explicarle a doña Juanita que Jesús —de haber existido, nunca nadie ha encontrado siquiera parte de sus restos— no fue físicamente como el de jesucristo super-estrella o el de la última tentación de cristo. Mucho menos a ese de madera que cuelgan en las paredes y sobre una cruz en los templos católicos. Porque triste es que un niño que no tiene que comer durante todo el año, tampoco tenga que comer un veinticuatro de diciembre —no por la navidad, sino por ser el día en que puede hacerlo, el día en que todos lo hacen— y porque triste es que un niño vea a otros tener mientras él no, la navidad es por excelencia la excusa perfecta para encubrir los profundos problemas que propios de las sociedades modernas.
Navidad, Panem et circenses.