Muchas parejas nacen cada día, y muchas otras quiebran su relación sin aparente motivo. «Me aburrió»; suele ser una excusa que se repite y suele ser el finiquito constante para el amor.
Todos tenemos espacios personales, la cual se delimita por zonas, cada una conlleva un nivel de confianza mayor. Aquel espacio íntimo es propio de las parejas, las cuales tienen gran libertad para actuar sobre nuestro cuerpo (véase «La intimidad del sexo«). Estamos dispuestos a compartir parte de nuestro ser pidiendo a cambio, satisfacción.
Por otro lado el amor, según Helen Fisher, es un impulso, el cual nos liga con cierta persona para poder procrear con esta. Este impulso lleva al sentimiento, y con ello, una auto-aceptación del compromiso. Todo ello para poder dar crianza a un hijo.
Mucho en el amor de trata de dar y recibir, pero poco acerca de ceder. El matrimonio es, según el prejuicio popular – y predominantemente machista – un acto terrorífico, donde las libertades se pierden y el compromiso «hasta que la muerte los separe» más parece ser una condena que una meta. Atarse, cerrándose a posibilidades de experimentar, aturde al consciente, que se ve atrapado y atacado. Todos aquellos impulsos se ven sofocados, y al final todo debe cerrarse en un divorcio. Y si sumamos a las facilidades que ofrece el estado para ello, más tentador y revelador se vuelve esto.
Al final, todo se traduce en la falta de identidad, aquella que la persona pierde para volverse un príncipe o princesa, cuando en realidad todos somos unos plebeyos más de la ciudad. El compromiso ciego puede llevarnos a precipicios nunca antes imaginados, dando paso a conductas que en la armonía de la rutina no se hubieran asomado de modo alguno. Cada parte no debería quitar lo que hace único al otro, y este otro no debería quitárselo. «En la salud como en la enfermedad»; en las buenas y en las malas. Hay que querer lo bueno y lo malo.
Aquella perfección creada de las películas debe quedar ahí, en la fantasía. El amor y las relaciones son un aspecto más de la vida y no debería convertirse en el todo; no debería consumir gran parte de nuestra concentración. La vida sigue, y el que se queda atrapado en servir ciento por ciento, ya deja de tener libertad y motivo para amar.
Un amigo decía que el amor son como dos árboles muy juntos, y ambos deben convivir compartiendo el mismo suelo; ninguno de los dos puede pedir más nutrientes del mismo lugar en que se encuentran, o sino el otro se marchita y muere.
Las parejas deben encontrar ese punto para seguir con sus pasiones y no corromperse en sutilezas y promesas vacías. A veces hay que ceder aquellas cosas que nos disgustan, como la distancia, el tiempo, o las malas costumbres. Si se pide demasiado del otro, se pierde la armonía y el paraíso que envolvía aquellos primeros días de relación; se quita los nutrientes que mantienen vivo al otro. Si no se está de acuerdo con eso, por muy perfecto que parezca todo, no lo es, porque la perfección no existe y por ello hay que dar paso para encontrar a alguien que sí pueda entregar y compartir parte de su espacio personal, sin perder su personalidad.