Llegamos a este mundo desnudos. Sin nada que dar, sin embargo, con mucho que recibir. Cariños, cuidados, afectos. Parece que desde el momento en que vemos la calidad luz y nos entregamos al incondicional frío del mundo real estamos destinados en depender del mundo. Y la persona crece, y es cuando le damos sentido a aquellos que muchos llaman vivir.
Crecemos engañados en que el mundo es simple y feliz por siempre: se pide, se exige, se demanda cariño y un pecho que entregue leche y sentido para la vida. Incondicional, el seno materno y regazo paterno nos acogen esperando que el pago se dé a futuro muy pero muy lejano. No saben en lo valioso que podría convertirse ese ser, pero a pesar de ello, y en la libertad en la que fue puesto, es forjado a seguir el ideal de seres que ya perdieron el amor por seguir respirando un día más.
Somos mayores, y damos y entregamos risas y juegos. Amigos que van y que vienen, juegos de personas, plástico y papel, de personas de toda índole. Sin quererlo nos dicen lo que debemos ser y nos dicen que soñemos algo que no puede ser soñado. El amor se deslumbra en figuras que no corresponden, con relaciones que no están a su tiempo, en órdenes que no parecen tener más sentido que una recompensa dulce, y agria, y salada, y dulce. Es el juego de las caras y que todos ven a los títeres ser dominados por cualquiera.
Y de repente, ese ser quiere ser libre. Quiere volar. Quiere ir por los aires. Quiere respirar. Quiere ver el mundo tal como es. Da cuenta que no tiene ojos para ver, brazos para sostener, piernas para correr, alas para volar. Aquellos seres de plástico le han arrancado todo lo necesario para mantenerlo a ras de tierra, y es que un ser tan prometedor no puede llegar más alto que sus progenitores aún cuando estos así especulen. No, debe hacerlo con el mismo dolor, heridas y espinas que en su tiempo vivieron y que los fantasmas aún deambulan. Confusión, dolor, expectativas rotas. Todo parece ser confuso. Se tantea el mundo. Ensayo y error, y error, y error. Se aprende, o se hace testarudo. La ignorancia parece ser más fácil que el saber, la precaución es un trabajo demasiado arduo para una vida que no conoce límites.
Y hasta este punto he visto la vida: empiezan a verse expectativas ya de un futuro que parece rígido, donde el camino se forma por la inercia de los primeros pasos. No hay fin, no hay destino, no hay origen. Todo lo que fuimos lo debemos olvidar; todo lo que seremos desconocer. Y aún así debemos satisfacer la boca con el pecho del afecto y el regazo de la empatía. Nadie parece ser lo suficientemente firme. Tantas heridas aún no son suficientes para hacer el árbol más duro y más sabio. Nos quedamos petrificados en una forma que no tiene forma, en un color que no tiene color. Una piedra en el fondo del mar que espera estar el día de mañana en la cresta de la ola. Un clic y todo se apaga. Y otro y todo se enciende. Vicios, que a pesar que se ven inmunes a la vida, nos hostigan con satisfacciones virtuales y amenazas que están más latente que la ayuda. Un grito que se ahoga entre la multitud de gritos sordos. Tantos piden lo mismo, tantos exigiendo volver a los sucios pechos de una madre que no sabe más que comer y defecar y no dejar volar y que retiene las almas en el infierno de la ignorancia, y que nos promete seguridad y sociabilidad a cambio de entregar nuestra identidad, junto a la privacidad y derechos y libertades. Corremos en sueños. Dormir ya no es un placer, es un deber. Engendrar en un trabajo más. El parto, un mero trámite. Los sentimientos, un desperdicio de tiempo.
Y es que tanta sabiduría de presuntos genios pasados nos han llevado a este siglo sucio, que aunque parece al borde de la destrucción, sigue adelante a rastras y sin dar las gracias. No quiero ver lo que hay adelante si el presente es así. Es tan negra la esperanza que hasta la maldad parece más iluminada. Donde en realidad han trascendido los desgraciados; con más desgracias y avaricia parecen ser más poderosos e importantes. El legado del que debemos aprender parece ser el de los errores y no el de los aciertos. El fin termina justificando cada uno de los medios. El que teme se lo traga la corriente y es un sujeto más de la horda que ansía comer todo lo material y las apariencias. El disfraz con que vamos a trabajar. La máscara con que nos presentamos. El insulto que llevamos por nombre. El grito con que decimos te quiero. Cada uno deja una huella en un mundo lleno de tierra. Y aún así aseguramos que estamos perfecto. Que no hay que encerrarse en esas cosas, que debes pensar en ti y sólo en ti, cual estatua que homenajea a la desgracia misma de la evolución. Tanto cerebro y tanta gente en este mundo para terminar pensando sólo en nosotros mismos. Y no valen los deslices que cometamos, sin errores que el tiempo terminará curando, sanando, haciendo costras donde el miembro de la humildad ya fue amputado por la avaricia. Todo se deshace, menos el dinero. Hasta la muerte parece tener tapaderas, y quienes sucumben a la soledad se entregan a los placeres incontrolables de los desdichados que disfrutan de la ignorancia de los felices.
Y en este mundo nacen y mueren millones de personas a diario. Y decimos que hemos evolucionado y que ninguna superstición ni calendario nos logrará matar. Para cuando la muerte se presenta a la cara nos damos cuenta que la vida no es más que un momento, y que las personas valían más que un contrato. Todo lo que no se le había asignado un monto de dinero empieza a tener valor. Los diamantes en bruto arrojados en el suelo parecen ser más agraciados y deslumbrantes que nunca. Pero es tarde. Nadie ha logrado contener esa vida más tiempo y cae para dar espacio a diez o viente más, con más hambre y deseo incontrolable, ansiosos de jugar a una guerra que no conocer pero que les interesa estar, siempre y cuando se les promete que van a ganar. Arrancamos de todo, de todos. Son hostiles. La vida misma es hostil, y aún así se juntan los cuerpos deseando que el mundo se acabe en medio del éxtasis.
Sangre, sudor y lágrimas. Un parto sin llanto. Un juego sin ganadores. Una duda sin respuesta. Un contrato respaldo. Una vida que se extingue y se amarra a la tierra que no le corresponde. Esa es la vida misma, un baile de máscaras donde no cualquiera sabe bailar, y nadie te enseña. Y si te caes, te pisan. Y si bailas mejor, te miran feo. Pero todos al compás. Todos al compás.