Siempre, desde que el primero de sus recuerdos aparece en su memoria, quiso estar allí.
¿Quién sería capaz de sentir tanta paz como ella en estos momentos? La respuesta era segura, nadie, pues era ella quien estaba allí. Ella y nadie más.
El suave césped acaricia sus piernas mientras la brisa cálida del atardecer se encarga de danzar con su largo cabello platinado. El sol, se despide de ella abrazándola con tímidos rayos de luz que revelan las pequeñas marcas de los años alrededor de sus ojos negros, su cansada piel cobriza, su boca aún llena de vida.
La brisa comienza a convertirse en viento. Las hojas del libro que duerme abierto de par en par a su lado comienzan a mecerse, llegando así hasta la última página en blanco. Las ramas viejas de los árboles que la acogen comienzan a crujir, se quejan del frío. La luna se alza en todo su esplendor, saludándole, indicándole que es hora de partir.
Un suspiro y aprieta la taza de café caliente que descansa en sus manos viejas pero tenaces. Los recuerdos se agolpan en su cabeza. Uno sobre otro. Imágenes nítidas de una vida completa, momentos, objetos, lugares, personas, sentimientos…
Evocar todos los recuerdos de una vida se nos podría hacer imposible y sin embargo, por su mente corren ahora sin cesar cada uno de los segundos de este viaje tan largo e impredecible. Le asombraba de sobremanera lo mucho que había vivido, lo mucho que había sufrido y aún con ello a cuestas, lo muy feliz que había sido. Inmensamente feliz.
El viento comienza a desaparecer. El ambiente se vuelve más cálido. El cielo se aclara. El sol quiere salir. La luna le apresura…
La noche se apaga. La última página del libro. El destino del viaje. El café se enfría…
Nada más que hacer. Una sonrisa sincera adorna su rostro y se deja embriagar por el aroma de una vida bien vivida.